“Tal vez las palabras sean lo único que existe
en el enorme vacío de los siglos
que nos arañan el alma con sus recuerdos”.
Todo. Lo nombraste todo. Lo que era y lo que no podía ser, lo encontraste.
Puedo con un verso tuyo imaginar y advertir la bipolaridad del mundo. Puedo correr en jardines claros aunque sea a través de oscuras transparencias; puedo en tu silencio amar a la vida, y sentir el aliento de la muerte. Puedo ser azul, y lila(s). Colocarme una máscara, romper infinitos muros…
Exiliarme de la noche, temerosa de una sombra, y encontrar una ventana por donde cantar una infancia.
Pero no puedo tocarte. A cada paso que me acerco a tu poema voy corriendo en cámara lenta como si quisiera atrapar la silueta de tu lenguaje; poder palparlo, agarrarlo fuerte… Como si en el fondo, embriagada de tu forma, quisiera, anhelara comprenderte.
Pero siempre estás más lejos: ni en la menor palabra puedo alcanzarte; apenas puedo saberte.
Tanto nombraste todo a pesar de, a veces, ya ni querer nombrar más nada, que hasta en el blanco que queda entre palabra y palabra, donde no hay coma, ni punto ni ninguna cosa rara, hasta allí el silencio tiene cuerpo, y lo que dices, sin nombrar, me señala.
Cuando corro detrás de tu poema es como si no quisiera hablarte, porque tu modo amenaza mi garganta. Tu modo mudo de mostrar el otro cuerpo de las cosas.
Te pintas, te mueres, te bautizas, te amas, imploras, acusas, devoras, te revuelcas, te despides, nadas, observas, temes, sucedes, olvidas, naces muertes, danzas con tus damas…
Lo declaras todo; en esa forma de decir que inventaste sin dar campanadas, entregas territorio humano, lo revisas hasta dar con las migajas.
Y cerca o lejos de tu sangre, llegas a tocar todas las almas.
Lo haces.
No hay vocablo para tu experiencia. No hay concepto de lo que sucede en ti.
Encontrarte es confuso. Continuarte es un alarido.
Puedo darle la mano a todas las carencias, suspendida entre dos de tus letras. Y a la vez, llenar el pozo. Pero llenarlo sin caerme. Porque cada vez que enuncias, tan completa, arrojas; arrojas y sostienes.
Corro en cámara lenta hace largos respiros sobre tu poema.
Y aunque siga corriendo no habré de detenerte; tu palabra crece como la hierba, cada vez que me vuelvo sobre ella. Tu palabra no deja de nacerse, y de alargar los caminos. Tu palabra se agranda en el
“enorme vacío de los siglos
que nos arañan el alma con sus recuerdos”.
Y en cada alumbramiento que hace de ella, se vuelve todo (y no lo único) que existe.
Cada vez que tu silencio de lobo nombra todos los dibujos posibles de las voces, tu cabeza se yergue, y tus pupilas: “sensible rigidez de lo desconocido”, miran fijo y pronuncian desde algún bosque, espejo, o sala 18… “Alguna vez volveremos a ser”.
Alejandra Pizarnik nace en Buenos Aires en 1936, en el seno de una familia proveniente del este de Europa. Estudia Filosofía Y Letras en La Universidad de Buenos Aires.
A la edad de veinte años ya se publican sus primeros poemas.
A comienzos de la década de los sesenta vivió unos años en París, donde entabló amistad con André Pyere de Mandiargues, Octavio Paz, Julio Cortázar y Rosa Chacel, entre otros.
Al regresar a Buenos Aires dedica el resto de su vida a escribir. Entre sus obras más conocidas se encuentran “Árbol de Diana” (1962), “Los trabajos y las noches” (1965) y “Extracción de la piedra de locura” (1968).
Alejandra sufría crisis nerviosas y estaba siempre acompañada por una atmósfera de muerte que parecía desplomarla. Esto, sus vaivenes depresivos, y sus crisis nerviosas, la llevaron a terminar con su vida el 25 de septiembre de 1972 en el neuropsiquiátrico en el que estaba internada.
Murió de una sobredosis intencional de seconal.
Luciérnaga
Fuentes: Alejandra Pizarnik en el recuerdo, Página 12, Juan José Hernández, 8 de febrero de 2008; Alejandra Pizarnik, Poesía Completa, Edición a cargo de Ana Becciu, Editorial Lumen,2005; www.audiovideoteca.gov.a.r